Las acusaciones del Partido Popular sobre el supuesto espionaje político del Gobierno han causado, cuando menos, sensación por lo inoportunas en las formas y lo inconsecuentes en el fondo, sin embargo, el caldo de la denuncia sirve, al mismo tiempo, para traer a la memoria uno de los capítulos más bochornosos de la reciente historia de España.
Cuando una puerta se abre de par en par permitiendo la invasión de la privacidad de las personas o la intromisión policial en los asuntos del partido adversario, surge la pregunta de quién la cerrará y no siempre hay alguien dispuesto a hacerlo. Lo que viene a continuación es memoria de lo probado. En el ecuador de la década de los noventa un portazo ayudó a precipitar la caída del felipismo por un asunto de escuchas telefónicas que trajo la dimisión del entonces vicepresidente, Narcís Serra, y del ministro de Defensa, Julián García Vargas. Ocurrió dos semanas después de conocerse que el Centro Nacional de Inteligencia, en aquel momento Cesid, había practicado las escuchas ilegales a relevantes figuras de la vida pública, entre las que se encontraba el propio Rey.
En una sentencia posterior, en 1999, se pudo saber que, en distintas etapas, se pincharon también los teléfonos de los ex ministros Francisco Fernández Ordóñez, José Barrionuevo y Enrique Múgica, del ex vocal de Consejo General del Poder Judicial Pablo Castellano, del que fuera presidente del Real Madrid Ramón Mendoza, del empresario José Ruiz Mateos y de varias personas más, entre ellos algunos periodistas. Todo ello en lo que va de 1983 a 1991. El ex director general del Cesid, Emilio Alonso Manglano, y el ex jefe de operaciones del centro de inteligencia, Juan Alberto Perote, se sentaron en el banquillo de los acusados de la Audiencia de Madrid. Fueron condenados a seis meses de arresto y ocho más de inhabilitación.
Lo que hicieron Serra y García Vargas fue ocultar al Congreso la vinculación del Cesid con la red de escuchas. «Cualquier intento de relacionar al Gobierno con estas actividades ilegales está condenado al fracaso, porque las imputaciones son absolutamente falsas. Y no sólo falsas, sino una temeridad política», declaró el ex vicepresidente que después se vio obligado a dimitir. «Ni el Cesid ni ninguno de sus miembros tienen implicación en la trama de escuchas ilegales y de extorsión que está siendo investigada. También debe desmentirse que el Cesid haya recibido de esta red información de sus escuchas ilegales», recalcó García Vargas.
Se trata de asuntos muy graves que se han repetido en escenarios muy diferentes. No hay que olvidar que el escándalo que acabó con Richard Nixon, el presidente de Estados Unidos que no conocía la verdad, tuvo su origen en el arresto en junio de 1972 de cinco hombres que habían penetrado en el edificio «Watergate», de Washington, para espiar al Comité Nacional Demócrata. Nixon aceptó parcialmente la responsabilidad, pero se negó a reconocer la existencia de las cintas magnetofónicas que lo incriminaban y a ponerlas a disposición de la justicia.
El general Philippe Rondot, ex responsable de los servicios secretos franceses y consejero de Inteligencia en el Ministerio de Defensa, declaró, con motivo de la investigación del «caso Clearstream», que en 1994 había recibido instrucciones directas del primer ministro Dominique de Villepin, en aquel momento titular de Exteriores, de vigilar al «número dos» del Gobierno, el actual presidente de la República, Nicolas Sarkozy.
En último caso, para poder cerrar las puertas que se han abierto indebidamente hace falta una denuncia consistente. No un arrebato incendiario, al abrigo de una sombrilla.